EL NIGROMANTE QUE
ACABÓ SIENDO ABAD EN OSEIRA TRAS JUGAR CON LOS MUERTOS
Tratar con las almas
de los fallecidos no suele conducir a nada bueno: dice la leyenda que así lo
experimentó en primera persona un futuro prior del monasterio trapense.
Cuenta la leyenda que,
mucho antes de ser prior y vivir una vida recta y religiosa en el monasterio de
Oseira, el abad Don Lorenzo era un chaval lleno de energía, con ganas de
comerse el mundo a bocados… y con una afición poco habitual: disfrutaba investigando
formas de invocar los espíritus de los muertos. El objetivo de este hobby tan
particular -que los autores medievales llamaban nigromancia y relacionaban con
llamar a las puertas de Satanás- era adivinar el futuro por boca de los
difuntos.
Según dicen, Lorenzo y
un amigo suyo – ambos estudiantes en Toledo- llegaron a la nigromancia tras
pasar por todos los vicios previos. Escondidos en cámaras profundas de piedra
fría, buscaban la manera de arrancar a los muertos de su sueño y traerlos al mundo
de los vivos. Un día, sin embargo, el compañero sin nombre cayó gravemente
enfermo, y en medio de las fiebres repasó su vida y –cristiano, pese a todo- se
dio cuenta de que no iba a tocar las puertas del Cielo.
Lorenzo, que en ese
momento se vio a sí mismo al borde del precipicio, hizo prometer a su amigo que
volvería a visitarle y le contaría qué hay más allá del velo. Poco después,
ocurrió lo que tenía que ocurrir. El futuro abad -y ya convencido nigromante-
se quedó en un estado de angustia, y comenzó a rezar salmos por el alma de su
compañero. Día si y día también, hasta que un día, sentado en un banco frente a
una imagen de la Virgen, le pareció escuchar un gemido.
Inquieto, se revolvió
en el asiento; los labios se le movían solos, balbuceando los versículos
bíblicos casi como un reflejo. Otro gemido. Se levanto, y miró a su alrededor:
de repente hacía frío, ¿o era calor intenso? Volvió su mirada hacia la Virgen
de madera, pero la talla había caído al suelo. En su lugar, el aire vibraba,
como incómodo por ocupar un lugar que no era natural.
Lorenzo entrecerró los
ojos y le vio: desnudo con los ojos desencajados, flotaba en el aire su
compañero. Atemorizado, el joven se dispuso a salir corriendo de la iglesia,
pero el espectro alzó un brazo invitándole a acercarse. “Ven, Lorenzo, extiende
tu mano”, creyó escuchar. Al hacerlo, una gota de sudor resbaló por la piel del
fantasma y cayó sobre la palma de la mano abierta de Lorenzo.
Lo que pasó a
continuación no lo sabría explicar hasta al cabo de mucho tiempo, y aún
entonces solo acertaría a descubrirlo a fogonazos. Hubo un dolor intenso, como
si un hierro al rojo vivo le atravesase el músculo. Hubo gritos, chirridos y
aleteos. Un penetrante olor a azufre y carroña, y una sensación de inmensa
soledad. Una puerta que se cerraba a toda velocidad: el golpe contra el quicio
le hizo volver a la realidad, al suelo de piedra, a la tenue luz de la capilla.
“Lo que tú has sentido
durante un instante, yo lo sufro por toda la eternidad, Lorenzo”. El espectro
no había movido la boca, pero las palabras llegaron prístinas al joven
aterrorizado. Dicen que poco después, Lorenzo abandonó Toledo y buscó refugio
espiritual en el Císter. Allí hizo mucho bien, y aún hoy es recordado en los
anales de la orden monacal, pero esos textos no recogen la verdad: que una gota
de sudor mostró a Lorenzo el infierno, y que desde entonces tuvo claro hacia
donde quería llevar su vida.
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