LA
VIRGEN NUESTRA SEÑORA DEL AGAVANZAL Y SU LEYENDA
Al
oeste de Olleros de Tera, cerca del mismo curso del río, se emplaza el notable
santuario del Agavanzal. En tiempos pretéritos, tanto el edificio religioso
como el terreno circundante formaron parte de un coto redondo con jurisdicción
autónoma, propiedad del linaje toresano de los Bustamante. Hoy las parcelas
están ocupadas por pequeñas viñas bien cuidadas, del medio del cual emerge la
esbelta figura de la ermita. Ésta dejó de ser, no hace muchos años, posesión
privada, al haberse donado al Obispado de Astorga, a cuya diócesis pertenece
toda la comarca. Los orígenes de tal recinto de culto se explican con una
hermosa leyenda. Se afirma que a un caballero llamado Don Diego de Bustamante,
que cabalga en dirección a Toro, se le apareció una blanca paloma. El animal
comenzó a revolotear a su alrededor, provocando en el personaje irrefrenables
deseos de captura. El ave volaba a tramos cortos y se dejaba cerca
confiadamente.
Pero
cuando el cazador intentaba cogerla, se escabullía de sus mismas manos para
repetir la acción un poco más adelante. Tras múltiples lances, el camino se
prolongó demasiadas millas hasta que por fin el animal mansamente, se dejó
agarrar en una zarza de agavanzas, el escaramujo o rosal silvestre. El
caballero encerró a la paloma en la jaula y reinició su interrumpida ruta. En
un descuido la avecilla consiguió librarse y se repitieron de nuevo la serie de
cortos vuelos e intentos de aprehensión. Al fin, y sobre el mismo matorral que
la vez anterior, la paloma se dejó apresar sin resistencia. Pero en esta
segunda ocasión, surgió una voz sobrenatural que dijo: “Agavanzal, del
Agavanzal soy”. Ante la sorpresa, el caballero rebuscó entre la espinosa mata y
halló una hermosa imagen de la Reina de los Cielos. Con ella en sus manos
decidió levantar una ermita en el mismo lugar de su aparición.
Cuando
se estaba construyendo el edificio, y para financiar las obras, la estirpe
promotora envió desde Toro un carro cargado de monedas. Los arrieros que lo
conducían, tentados por la codicia, decidieron quedarse con tanta riqueza.
Pretendieron desviarse hacia el vecino Portugal, pero sucedió un nuevo
portento. Las yuntas de mulas que empujaban el carruaje, a pesar de palos y de
improperios, no consiguieron apartarse de la ruta. Los tozudos animales, tercos
frente a la perfidia, se mantuvieron firmes en el camino correcto hasta llegar
a su destino.
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