UN CONSEJO SUFÍ
Mientras atravesaba el
desierto a lomos de un dromedario, Marian era incapaz de disfrutar del amanecer
que convertía las dunas en un mar dorado. A lo lejos se vislumbraban las
palmeras de un oasis más grande y frondoso de lo que había imaginado.
Su mente, sin embargo,
seguía anclada al mundo de obligaciones que había dejado en la ciudad. Su
marido avanzaba entre ella y el guía, girándose de vez en cuando con una
sonrisa. Pedro le había regalado aquel viaje exótico por sus bodas de plata.
Había pensado que una semana alejados del mundanal ruido les haría bien.
No obstante, nada más aterrizar en el pequeño aeropuerto egipcio,
ella había empezado a preocuparse.
Mientras esperaban la furgoneta que
los llevaría hasta la caravana de dromedarios, había dicho a su marido:
- ¿Crees que hacemos bien dejando a
los chicos solos una semana entera?
- Mujer… -la tranquilizó pedro-. A
veces te olvidas de que ya no son unos niños y van a la universidad. Que
estemos aquí casi es más regalo para ellos que para nosotros. Así tienen la
casa para invitar a sus amigos el fin de semana, y el resto de los días pueden
estudiar hasta la madrugada sin que les riñas.
-Van a estar toda la semana comiendo
mal -dijo ella, intranquila-. Seguro que tiran de congelados y de bocadillos
cada día.
- ¡Que se apañen!
-Tampoco me gusta dejar a tu madre
desatendida tanto tiempo. No se vale por sí sola.
-Una persona vive con ella y la cuida
-le recordó Pedro-. No sé para qué gastamos tanto dinero si luego estás
pendiente de cada detalle.
- ¿Y la oficina? -había dicho ella al
fin-. ¿Qué pensarán de que me haya tomado vacaciones en mitad del año?
- ¡Pueden pensar lo que quieran! Has
acumulado suficientes horas extras para dar la vuelta al mundo sin que tengan
derecho a protestar. ¿Quieres dejar de pensar en los demás y disfrutar un poco?
Aquello fue lo último de lo que
hablaron antes de que la caravana partiera, todavía de noche, con otras parejas
de viajeros que se dirigían hacia aquel paraíso en medio del desierto, Al
llegar, bajo la primera luz de la mañana, Pedro quedó boquiabierto ante los
cientos de palmares que brotaban entre las casas encaladas de forma cubicar.
Había un mercado en la calle y un café en la plaza central, donde ancianos con
chilaba conversaban animadamente mientras fumaban en narguile.
Tras ser recibidos en un romántico
hotel con habitaciones alrededor de un patio, durmieron un par de horas para
descansar del largo viaje nocturno. Tal como sucedía en su propia casa, Pedro
cayó dormido al instante; mientras, Marian daba vueltas a los quehaceres que
había dejado a miles de kilómetros de allí. No podía evitarlo. Tenía mala
conciencia por no estar disponible para la legión de personas por las que se
afanaba.
“Parece que estés en deuda con el mundo”,
le había dicho muchas veces sus hijos. “Relájate, mamá”.
Cuando Marian
abrió los ojos, Pedro ya no estaba en la cama. Se vistió rápidamente y salió
angustiada hacia la recepción. “Igual está indispuesto por el viaje o por este
calor horroroso”, pensó. Un joven empleado con birrete se encargó de disipar
sus miedos.
-Su marido
está en el hammam. No ha querido despertarla y ha dejado nota de que volverá
para el almuerzo -dijo con una sonrisa radiante-. Vaya a tomar un té a la menta
en el café de la plaza. Ha llegado el sabio sufí…
Para no llevar
la contraria al joven, Marian se dirigió hacia allí, pero se detuvo al ver que
las cuatro mesas bajo el entoldado estaban ocupadas, Un anciano que se hallaba
solo en una de ellas le hizo una señal con la mano para que ocupara una de las
sillas. Marian se sentó con timidez y pidió un té mientras el viejo la
observaba con el narguile en los labios. Enseguida adivinó cuál era su
procedencia y no tardó en hablarle en su idioma. Sin duda, pese a vivir en el
desierto, era un hombre de mundo.
- ¿No le gusta
el té?
- ¡Me gusta
mucho! -repuso azorada-. Está delicioso.
-Entonces no
le gusta el oasis… Tal vez sea un lugar demasiado pequeño para una señora de
ciudad.
-Al contrario,
me parece una maravilla.
- ¿Por qué
frunce el ceño, entonces?
Convencida de
que se hallaba ante el sabio sufí, Marian le confesó las inquietudes que la
habían tenido desvelada desde que había empezado las vacaciones. El anciano
escuchó atentamente. Luego hablo:
-Le voy a
contar lo que Nasrudín, un verdadero sabio, explicaba a sus discípulos cuando
estos le preguntaban cómo debían comportarse con los demás.
- ¿Qué decían?
-Tres cosas –
empezó el anciano-: “Bueno es aquel que trata a los otros como le gustaría ser
tratado. Generoso es quien trata a los demás mejor de lo que espera ser
tratado. Y sabio es quien sabe cómo él y los otros deben ser tratados, de qué
modo y hasta qué punto”.
-Entonces…
-murmuró Marian confusa-, ¿Qué es mejor: ser bueno, generoso o sabio?
-Sin duda, lo
último. Si eres sabio, no tienes que estar obsesionado con ser bueno o
generoso, pues te limitarás a hacer en cada momento y con cada persona lo que
sea necesario, sin olvidarte de ti mismo.
Francesc Miralles
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