LA BOLSA INTERIOR
Alfonso sopló con
triste resignación las dos velas con el 4 y el 0 sobre la tarta. Nunca había sido
aficionad a las fiestas, pero esperaba algo más brillante para su entrada en la
cuarentena. Había convocado a media docena de personas, pero sus invitaciones
habían sido rechazas con todo tipo de excusas. Todo lo que tenía para celebrar
su cumpleaños, además de aquella tarta, eran dos felicitaciones formales -una
de su banco, y otra de su gestor- y un obsequio de un familiar lejano que le
había herido en lo más hondo: un fin de semana para dos personas en un
balneario.
Se guardó el cupón en
su bolsillo trasero para tirarlo en una papelera cuando saliera a la calle.
Alfonso no tenía novia ni amigos que quisieran compartir un aburrido fin de
semana en aguas termales. Atribuía su nula vida social al exceso de trabajo.
Desde que había estallado la crisis, su profesión de analista financiero le
obligaba a estar de sol a sol delante de una pantalla llena de cifras. Sus
propios números no iban mal, se dijo mientras bajaba a la calle para dar un
paseo nocturno. A sus 40 años ya casi había pagado la hipoteca del piso. Tenía
a, además, una plaza de aparcamiento en propiedad, un coche deportivo y una
motocicleta que solo había sacado un par de veces. Su plan de pensiones
empezaba a estar nutrido, y una herencia en metálico que tenía a plazo fijo le
garantizaba buenos intereses.
Pese a disponer de
todo aquello, la noche de su cumpleaños se sentía vacío. Tal vez fuera porque
ese domingo ya habían cerrado los pocos bares de su barrio. Alfonso deseaba
tomar una cerveza antes de acostarse, con el murmullo de solitarios clientes de
barra que charlaban con el camarero. Buscando un lugar con vida en el desierto
urbano, se dio cuenta de que se había alejado mucho de casa. Miró el reloj y
vio que ya era media noche. Aquel largo paseo nocturno había sido una triste
celebración de cumpleaños. Resignado a iniciar como cuarentón una semana más,
Alfonso se sintió repentinamente cansado y decidió que tomaría un taxi para
regresar.
Mientras trataba de
descubrir entre el escaso tráfico una salvadora luz verde, se le ocurrió
revisar su cartera y advirtió, fastidiado, que no llevaba dinero en metálico.
Contrariado, decidió proveerse de fondos en un cajero antes de subirse a un
taxi. Miró a su alrededor. Poe suerte, había un cajero justo al otro lado de la
acera donde él se encontraba. Cruzó la calle a grandes zancadas movilizado por
su impaciencia para regresar a casa.
El cajero se hallaba
dentro del vestíbulo de una oficina bancaria, y Alfonso vio con desagrado que
un indigente dormía junto a la máquina dispensadora de billetes. Le violentaba
sacar dinero al lado de alguien que no tiene absolutamente nada. Le hacía sentirse
vencedor de una guerra en la que no había pedido tomar parte. Fue ese
sentimiento de pudor el que hizo que, tras obtener cuatro billetes de 20 euros,
dejara uno de ellos en la mano abierta del mendigo, que parecía dormido. Como
si hubiera notado el peso ínfimo del billete, los dedos callosos de la persona
que parecía dormir se cerraron para atrapar los 20 euros. Justo entonces abrió
sus ojos y le habló con refinado acento:
-Le agradezco la dávila, caballero, y la acepto solo por no hacerle el feo de devolver un
regalo. Lo cierto es que no necesito nada, soy inmensamente rico.
Alfonso se quedó
boquiabierto ante las palabras de aquel hombre, al que calificó enseguida de
chiflado. Por la propiedad con la que se expresaba, dedujo que había sido
alguien que, tiempo atrás, había gozado de una posición acomodada. Quizá una
quiebra, un divorcio mal negociado, el alcohol o alguna enfermedad mental le
habían hecho caer en desgracia. Sintiendo lástima por aquel indigente, Alfonso
le preguntó:
-Si es tan rico… ¿Qué
hace durmiendo aquí?
-Hace un poco de frio
en casa, por eso me he venido a echar una cabezadita aquí dentro. Además, en
este lugar se hacen amigos. ¿Vamos a tomar un café?
El hombre le guiñó un
ojo mientras se levantaba de su lecho formado por periódicos y se sacudía el
polvo.
-Está todo cerrado
-dijo Alfonso, sorprendido por el rumbo inesperado que estaba tomando aquella
noche.
-No todo. En una
gasolinera a tres calles de aquí podemos tomar café y un bocadillo.
Cuando se pusieron en
camino, Alfonso pensó que sus situaciones vitales no podían ser más diferentes,
pero le resultaba muy fácil hablar con aquel hombre caído en desgracia.
- ¿Dice entonces que
hace un poco de frio en su casa? ¿Dónde vive usted?
-En una vivienda que
tiene miles de metros cuadrados. ¿Qué digo, miles…? ¡Millones!
-La calle, claro, como
un señor.
- ¿Y eso?
-Tengo una ruta de
varios establecimientos donde me respetan y me guardan siempre las sobras.
Nunca me falta un plato caliente. A cambio, yo les aconsejo dónde invertir lo
que tienen.
El analista financiero
se quedó pasmado ante esto último. Al notar su asombro, el indigente le dijo:
-También le puedo
asesorar a usted.
-Pero… no tiene ni
idea de mis propiedades ni de mis activos. ¿Cómo va a aconsejarme entonces?
-No necesito conocer
el estado de sus cuentas bancarias para saber que un hombre que pasea solo a
estas horas ha errado en sus inversiones. Puede que tenga propiedades y
activos, como bien ha dicho, quizás haya ganado incluso en bolsa, pero allí no
se negocia la auténtica riqueza.
- ¿Dónde se encuentra
entonces? -preguntó Alfonso fascinado.
-En la bolsa interior
– dijo el hombre señalando su corazón- es donde se encuentran las divisas que
nunca pierden valor, como el amor o la amistad. Si hubiera invertido en esa
cartera, no se encontraría deambulando solo un domingo por la noche.
Francesc Miralles
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