“ME TENGO QUE IR. ¿NO VES QUE ME ESTÁN
ESPERANDO?”
JUANRA FERNÁNDEZ
(45 años, director de cine, Cuenca).
“Mi hermano sufrió un accidente de moto
que, aunque en principio parecía resultar herida leve y sin importancia, se
complicó al no detectarle una hemorragia interna que, una vez extendida, se
hizo incompatible con su vida.
Una mañana, el teléfono sonó para
alertarnos de la inminente llegada de su fin. Algo que desde luego es imposible
de asimilar. Ninguno imaginamos que el día que cayó al asfalto impulsado por
alguien que decidió saltarse una señal de stop desembocaría en una agonía tan
rápida y tan compartida por toda la familia.
Todos sabíamos de la proximidad del
momento más triste de nuestras vidas, todos menos él. Mi hermano permanecía
ignorante de su gravedad, estaba consciente u lúcido, y así e mantuvo durante
todo el día, una lucidez sorprendente en relación a su destino.
Los familiares intentábamos no agruparnos
en la habitación del hospital para no despertar sospechas en el paciente.
Mientras, mi hermano nos hablaba con normalidad. En un determinado momento se
incorporó sobre la cama e intentó levantarse. Yo estaba a su lado en ese
instante. Siendo ambos los únicos presentes en la habitación, le pregunté
sorprendido qué donde iba. Él respondió con la mirada fija en un punto en el
que no había nadie: “Me tengo que ir. ¿No ves que me están esperando?”.
Sorprendido aclaré que no había nadie ahí, pero él insistió señalando hacía ese
punto vacío.
No fui el único de los que ese día le
acompañamos que le escuchó decir cosas similares, incluso llegó a describir a
uno de los que habían venido a buscarle, refiriéndose a él con toda normalidad
y como si le conociese perfectamente, añadiendo: “Mirad que guapo está”.
Esa noche murió. Se fue. Yo espero dentro
de mi tristeza y de la de todos los que le echamos de manos, que se fuera con
alguien que le quiera tanto como nosotros”.
“Mi experiencia tuvo lugar en la tarde
del 29 de noviembre de 2010 en la UCI de un hospital de Sevilla. Tenía en ese
momento 52 años. Una caída bajando un monte me provocó una fractura de peroné;
esta, a su vez, una trombosis, y está, por fin, un infarto pulmonar. Y a ello
se sumó un erróneo diagnóstico inicial del infarto como simple neumonía. A las
24 horas ingresé en la UCI en situación límite.
Lo que sentí de manera clara y diáfana
duró casi dos horas de nuestro tiempo. Sería muy extenso compartir en palabras
la vivencia, pero puede sintetizarse así:
Para empezar, me vi fuera de mi cuerpo,
tendido en la cama boca arriba, mientras que yo “flotaba” sobre él y observaba
todo lo que ocurría a mí alrededor.
De inmediato, vi con todo lujo de
detalles la vida entera que dejaba atrás. Todos y cada uno de los hechos y
circunstancias vividos durante mis 52 años, sin excepción y no de manera
parcial o resumida, sino ordenada y pormenorizada. No como una película o
sucesión de fotogramas que se proyectan ante mí, sino íntegramente y de forma
simultánea.
Esta visión instantánea de la vida que ha
terminado, para mí, proporciona la constatación de que todo tuvo su porqué y
todo encaja de manera armónica. No hay ninguna pieza suelta o fuera de lugar en
el puzle de la vida.
Seguidamente, pude ver y sentir que
estaba acompañado de seres de luz. Pronto tomaron un aspecto reconocible como
mi padre, mi madre y varios hermanos de ésta, todos fallecidos años atrás. Fue
mi madre la que tomó la iniciativa de comunicarse conmigo, preguntándome si me
encontraba tranquilo y en paz. No fue una comunicación verbal, pero si percibí
su mensaje y también yo pude comunicarme con ellos. Como cosa curiosa, entre
los seres de luz estaba una hermana de mi madre que no había fallecido, o al
menos eso creí en ese momento. Posteriormente me informaron de que esa persona
había muerto estando yo ingresado en la UCI.
Por fin tras verme tan bien acompañado,
advertí a escasos metros un soberbio túnel de luz resplandeciente en posición
horizontal, sin pendiente alguna. Era refulgente y casi deslumbrante. Supe que
era la entrada hacia el “más allá”. Casi al final del túnel tuve un contacto
con una forma energética que solo desprendía armonía y un amor inmenso. Y esa
forma tomo el cuerpo de Jesucristo. Me tendió sus manos de luz y las entrelazó
con las mías, generando en mi ser una experiencia de gozo inenarrable.
¿Por qué volví yo a mi cuerpo físico? Fue
consecuencia de este encuentro con Cristo y de la comunicación que ahí se
estableció. Me confirmó que volvería a la vida física recién dejada, para hacer
“algo” que sólo sabría una vez transcurrido cierto tiempo tras retornar a
ella”.
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