TENERLO TODO Y NO
SABERLO
Adriana llevaba tiempo
sintiendo que a su vida le faltaba algo. Visto desde fuera todo parecía ir
bien. Tenía un empleo bien pagado en una gran multinacional, un novio que la
visitaba una semana al mes -su empresa lo había trasladado al extranjero-. Un
amplio apartamento de alquiler, buena salud y una envidiable silueta para sus
33 años.
Sin embargo, no era
feliz. Y lo desesperante era que tampoco sabía qué le faltaba para ser feliz
Había hecho diferentes
terapias, un curso de eneagrama, talleres de coaching… pero seguía igual. Eso
sí, se esforzaba en imaginar otras vidas posibles que tal vez le procurarían la
ansiada realización. Aquel sábado por la mañana, Adriana se entregó a ese
ejercicio de fantasía. Había bajado a comprar el periódico bajo un clima gélido
y, antes de regresar a casa, se había detenido en un café cercano.
Tras una ración de
malas noticias en la prensa, pidió un té verde. Mientras contemplaba desde la
cristalera los árboles helados por el frío, se entregó a sus habituales
ensoñaciones. Dio un primer sorbo a la infusión y empezó a diseccionar los
elementos que conformaban su apática existencia.
Cobraba un buen sueldo
en la multinacional y el ambiente rea agradable, pero no le seducía hacer lo
mismo toda la vida. Si esperaba cinco o seis años más, sería ya demasiado tarde
para cambias.
Albergaba las mismas
dudas sobre su novio. Mientras vivían juntos le había parecido un hombre
perfecto, Ahora, sin embargo, aunque hablaban por teléfono cada día, la
relación a distancia la había enfriado. Entre otras cosas, le parecía que él se
había acostumbrado demasiado rápido a estar sin ella.
Si Adriana descubría
al final que él no era la persona adecuada, le resultaría difícil encontrar a
otro hombre para una relación seria, y entre tanto el reloj de la maternidad
seguía corriendo…
Cuanto más analizaba
su vida, mayor era su confusión.
Tras el trabajo y el
amor, le tocó el turno al apartamento que tenía alquilado desde hacía seis
años. Era la envidia de sus amigos, pero Adriana ya se había cansado de aquella
finca de principios del siglo XX.
Las habitaciones eran
espaciosas y los techos altos, pero el piso era una fuente constante de
contratiempos. Cuando no aparecía una grieta, había algún problema de cañerías,
por no hablar de lo que costaba calentar aquellos 90 metros cuadrados,
demasiados para una mujer que ahora estaba sola.
Tal vez debería mirar
un piso nuevo de compra, se dijo, ahora que los precios habían caído en picado.
Ciertamente, tenían menos encanto que una finca modernista y estaban en barrios
menos céntricos, pero tenía que pensar en el futuro. De cara a la jubilación,
era prudente conseguir una vivienda propia, aunque fuera modesta.
Una vez hubo puesto
patas arriba toda su existencia, Adriana terminó su té con un suspiro y salió
del establecimiento.
Aquel fin de semana
prometía ser mortal de necesidad, pensó mientras, congelada, se apresuraba a
rehacer el camino a casa. Todos sus amigos habían aprovechado la llegada de la
nieve para salir a esquiar. Como no tenía familiares en la ciudad, pasaría el tiempo
libre leyendo con una manta sobre las rodillas, igual que su abuela.
Al llegar al portal de
su casa, de repente hizo un terrible descubrimiento: se había dejado las llaves
dentro. Le había pasado ya un par de veces, aunque nunca en fin de semana. Su
mejor amiga tenía copia de las llaves, pero vivía sola y en aquel momento se
encontraba en una lejana estación de esquí. El otro juego lo tenía la mujer de
la limpieza. La llamó inmediatamente al móvil, dispuesta a tomar un taxi para
recoger las llaves allí donde estuviera, pero le saltó el contestador.
Abrumada, de repente
Adriana se dio cuenta de que no tenía a dónde ir. Para resguardarse del viento
helado, se metió en un bar de su misma calle y llamó otras dos veces a la única
persona que podía procurarle las llaves.
El teléfono seguía
apagado. ¿Lo habría desconectado todo el fin de semana? ¿Y si la mujer de la
limpieza, como sus amigos, también pasaban los días fuera, en un lugar sin
cobertura? En este caso estaba perdida. Se vería obligada a deambular por las
calles sábado y domingo sin que nadie le pudiera echar una mano. Como mucho,
podía coger una habitación en un hotel, pero ni siquiera dispondría de ropa
para cambiarse.
`Muchos buscan la
felicidad como otros buscan el sombrero: lo llevan encima y no se dan cuenta´.
Nikolaus Lenau
Horrorizada ante
aquella perspectiva, de repente su viejo piso se le antojaba el lugar más
confortable del universo. Todas sus cosas estaban allí; y la novela que acababa
de empezar y que la tía totalmente atrapada. Además, había comida deliciosa en
la nevera y le apetecía mucho cocinar. Había pensado poner su CD favorito y
servirse una copa de vino mientras elaboraba la receta sin prisa. Mientras
pensaba en estos planes que se habían ido al traste por su distracción, le
entraron ganas de llorar.
Justo en ese momento,
su teléfono móvil empezó a sonar. Adriana lo buscó frenéticamente en el bolso
deseando que fuera la mujer de la limpieza. Estaba tan alterada que al ver en
la pantalla el nombre de su novio sintió casi una decepción.
Le contó
atropelladamente lo que le había sucedido. Él respondió al otro lado con una
sonrisa que solo consiguió acrecentar su furia.
- ¿Te parece
divertido?
-Por supuesto
-contestó él-, sobre todo porque te llamo desde casa. Desde nuestro
apartamento. He venido en plan sorpresa y, al ver que no estabas, te ha
llamado.
Eufórica y aliviada,
Adriana corrió hacia el viejo apartamento sin perder un solo instante. Apenas
dos minutos después estaba besando a aquel hombre del que una hora antes había
tenido sus dudas.
- ¡Será posible! ¿Por
qué no has avisado de que venias? -le preguntó.
-Ya te he dicho que
quería darte una sorpresa. De hecho, son dos: la otra es que he venido para
quedarme. He pedido a la central volver a mi antiguo puesto. Te echaba demasiado
de menos, cielo.
Tras abrazarlo todavía
con más intensidad, Adriana supo por primera vez que estaba con quien quería
estar y donde quería estar. La felicidad andaba tan cerca que hasta entonces su
miopía emocional la había impedido verla.
Francesc Miralles
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