Manos mal que no encendiste la
luz
Magda
estaba acostumbrada a ir a todas las fiestas que se organizaban en la
universidad, no por nada era una de las chicas más populares del campus. Tanto
así, que apenas y le quedaba tiempo para dedicarse a estudiar cómo era debido,
pero se mantenía y con eso era suficiente.
Aquella
noche había tenido una celebración bestial con sus compañeros de clase. Bebió
como nunca, bailó e incluso flirteó con el muchacho que le gustaba hasta
después de la medianoche.
Cerca
de las tres de la madrugada tomó un taxi para volver al apartamento que
alquilaba con Jessica, una chica que asistía a la misma universidad que ella.
Era un sitio muy pequeño, en el que tenían que compartir el único dormitorio,
pero el modesto alquiler era lo único que podían pagar entre ambas.
Magda
se dirigió a su habitación y se dio cuenta de que la puerta estaba cerrada.
Desde adentro se escuchaban unos ruidos muy extraños, parecidos a gemidos
imperceptibles.
—A
ver si Jessica no está con su novio justo cuando vengo tan cansada —se dijo
Magda en voz baja.
Sin
ganas de dormir en el sofá, entró muy sigilosamente, sin encender la luz. No
podía ver absolutamente nada, pero si escuchar lo que sucedía en la cama de su
amiga, quien no dejaba de gimotear.
«Par
de pillos», pensó Magda mientras se dejaba caer en su propia cama, exhausta.
No
quería echarles a perder la diversión y estaba tan cansada, que tampoco le
importaba que estuvieran los dos al lado. No iba a enterarse de nada. En menos
de un minuto se quedó profundamente dormida y los ruidos se desvanecieron.
A
la mañana siguiente, Magda abrió los ojos, se desperezó y se quedó en shock al
mirar hacia la cama de Jessica.
La
muchacha se encontraba tendida sobre el colchón, con el cuerpo completamente
ensangrentado. Tenía un pañuelo en la boca y las manos atadas a la cabecera, y
la habían apuñalado de manera salvaje. Pero lo más aterrador no era ese
detalle, sino el mensaje que el asesino habría escrito sobre un espejo en el
rincón, con la sangre de su víctima:
«Menos
mal que no encendiste la luz».
Magda
liberó un grito de terror y en medio de sollozos, llamó a la policía. Cuando
los oficiales llegaron para investigar y elaboraron sus conclusiones, la chica
supo lo que realmente había ocurrido.
El
sujeto que había matado a Jessica, era un sádico al cual le gustaba atacar en
la oscuridad. Los gemidos que Magda había escuchado la noche anterior, no eran
sino sus gritos ahogados por la mordaza, mientras el criminal la torturaba.
Si
Magda hubiese encendido la luz en ese momento, lo habría descubierto todo, pero
probablemente no lograra escapar con vida, ya que el asesino también habría
acabado con ella.
Irónicamente,
su propia fatiga y confusión la habían salvado de sufrir el mismo destino.
Nunca
lograron atrapar al autor de tan salvaje crimen y Magda tuvo que acudir a
terapia para superar lo ocurrido.
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