El
príncipe y el juguetero
Había
una vez un pequeño príncipe acostumbrado a tener cuanto quería. Tan caprichoso
era que no permitía que nadie tuviera un juguete si no lo tenía él primero. Así
que cualquier niño que quisiera un juguete nuevo en aquel país, tenía que
comprarlo dos veces, para poder entregarle uno al príncipe.
Cierto día llegó a
aquel país un misterioso juguetero, capaz de inventar los más maravillosos
juguetes.
Tanto le gustaron al
príncipe sus creaciones, que le invitó a pasar un año en el castillo,
prometiéndole grandes riquezas a su marcha, si a cambio creaba u juguete nuevo
para él cada día. El juguetero sólo puso una condición:
Mis juguetes son
especiales, y necesitan que su dueño juegue con ellos -dijo- ¿Podrás dedicar un
ratito al día a cada uno?
¡Claro que sí!-
respondió impaciente el pequeño príncipe- Lo haré encantado.
Y desde aquel
momento el príncipe recibió todas las mañanas un nuevo juguete. Cada día
parecía que no podría haber un juguete mejor, y cada día el juguetero entregaba
uno que superaba todos los anteriores. El príncipe parecía feliz.
Pero la colección de
juguetes iba creciendo, y al cabo de unas semanas, era demasiados como para
poder jugar con todos ellos cada día. Así que un día el príncipe apartó algunos
juguetes, pensando que el juguetero no se daría cuenta. Sin embargo, cuando al
llegar la noche el niño se disponía a acostarse, los juguetes apartados
formaron una fila frente a él y uno a uno exigieron su ratito diario de juego.
Hasta bien pasada la medianoche, atendidos todos sus juguetes, no pudo el
pequeño príncipe irse a dormir.
Al día siguiente,
cansado por el esfuerzo, el príncipe durmió hasta muy tarde, pero en las pocas
horas que quedaban al día tuvo que descubrir un nuevo juguete y jugar un ratito
con todos los demás. Nuevamente acabó tardísimo, y tan cansado que apenas podía
dejar de bostezar.
Desde entonces cada
día era aún un poquito peor que el anterior. El mismo tiempo, pero un juguete
más. Agotado y adormilado, el príncipe apenas podía disfrutar del juego. Y
además, los juguetes estaba cada vez más enfadados y furiosos, pues el ratito
que dedicaba a cada uno empezaba a ser ridículo.
En unas semanas ya
no tenía tiempo más que para ir de juguete en juguete, comiendo mientras
jugaba, hablando mientras jugaba, bañándose mientras jugaba, durmiendo mientras
jugaba, cambiando constantemente de juego y juguete, como en una horrible
pesadilla. Hasta que desde su ventana pudo ver un par de niños que pasaban el
tiempo junto al palacio, entretenidos con una piedra.
Hummm, ¡tengo una
idea!- se dijo, y los mandó llamar. Estos se presentaron resignados,
peguntándose si les obligaría a entregar su piedra, como tantas veces les había
tocado hacer con sus otros juguetes.
Pero no quería la
piedra. Sorprendentemente, el príncipe solo quería que jugaran con él y
compartieran sus juguetes. Y al terminar, además, les dejó llevarse aquellos
que más les habían gustado.
Aquella idea
funcionó. El príncipe pudo divertirse de nuevo teniendo menos juguetes de los
que ocuparse y , lo que era aún mejor, nuevos amigos con los que divertirse.
Así que desde entonces hizo lo mismo cada día, invitando a más niños al
palacio y repartiendo con ellos sus
juguetes.
Y para cuando el
juguetero tuvo que marchar, sus maravillosos 365 juguetes estaban repartidos
por todas partes, y el palacio se había convertido en el mayor salón de juegos
del reino.
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