EL
PRINCIPE LAPIO
Había
una vez un príncipe que era muy justo. Aunque parecía un perfecto príncipe,
guapo, valiente e inteligente, daba la impresión de que al príncipe Lapio nunca
le hubieran explicado en qué consistía la justicia. Si dos personas llagaban
discutiendo por algo para que él lo solucionara, le daba la razón a quien le
pareciera más simpático, o a quien fuera más guapo, o a quien tuviera una
espada más chula. Cansado de todo aquello, su padre el rey decidió llamar a un
sabio para que le enseñara a ser justo.
Llévatelo mi sabio
amigo- dijo el rey- y que no vuela hasta que esté preparado para ser un rey
justo.
El sabio entonces
partió con el príncipe en barco, pero sufrieron un naufragio y acabaron los dos
solos en una isla desierta, sin agua ni comida. Los primeros días, el príncipe
Lapio, gran cazador consiguió pescar algunos peces. Cuando el anciano sabio le
pidió compartirlos, el joven se negó. Pero algunos días después, la pesca del
príncipe empezó a escasear, mientras que el sabio conseguía cazar aves casi todos
los días. Y al igual que había hecho el príncipe, no los compartió, e incluso
empezó a acumularlos, mientras que Lapio, estaba cada vez más y más delgado,
hasta que finalmente, suplicó y lloró al sabio para que compartiera con él la
comida y le salvara de morir de hambre.
-Sólo los compartiré
contigo- dijo el sabio- si me muestras qué lección has aprendido.
El príncipe Lapio-
que había aprendido lo que el sabio le quería enseñar, dijo:
-La justicia
consiste en compartir lo que tenemos entre los todos por igual.
Entonces el sabio le
felicitó y compartió su comida, y esa misma tarde, un barco les recogió de la
isla. En su viaje de vuelta, pararon junto a una montaña, donde un hombre le
reconoció como un príncipe, y le dijo:
Soy Maxi, jefe de
los maxiatos. Por favor, ayúdanos, pues tenemos un problema con nuestro pueblo
vecino los miniatos. Ambos compartimos la carne y las verduras y siempre
discutimos como repartirlas.
-Muy fácil-
respondió el príncipe Lapio- contad cuantos sois en total y repartid la comida
en porciones iguales – dijo haciendo uso de lo aprendido junto al sabio.
Cuando el príncipe
dijo aquello se oyeron miles de gritos de júbilo procedentes de la montaña, al
tiempo que apareció un grupo de hombre enfadadísimos, que liderados por el que
había hecho la pregunta, se abalanzaron sobre el príncipe y le hicieron
prisionero. El príncipe Lapio no entendía nada, hasta que le encerraron en una
celda y le dijeron:
-Habéis intentado
matar a nuestro pueblo. Si no resolvéis el problema mañana al amanecer,
quedareis encerrado para siempre.
Y es que resultaba
que los Miniatos eran diminutos y numerosísimos, mientras que los Maxiatos eran
enormes, pero muy pocos. Así que la solución que había propuesto el príncipe
mataría de hambre a los Maxiatos, a quienes tocarían porciones diminutas.
El príncipe
comprendió la situación, y pasó toda la noche pensando. A la mañana siguiente, cuando
le preguntaron dijo:
-No hagáis partes
iguales; repartir la comida en función de lo que coma cada uno. Que todos den
el mismo número de bocados, así comerán en función de su amaño.
Tanto los Maxiatos
como los Miniatos quedaron encantados con aquella solución, y tras hacer una
gran fiesta y llenarles de oro y regalos, dejaron viajar al príncipe Lapio y al
sabio. Mientras andaban, el príncipe comento:
-He aprendido algo
nuevo: no es justo dar lo mismo a todos; lo justo es repartir, pero teniendo en
cuenta las diferentes necesidades de cada uno.
Y el sabio sonrió
satisfecho. Cerca ya de llegar a palacio, pararon en una pequeña aldea. Un
hombre de aspecto muy pobre le recibió y se encargó de atenderles en todo,
mientras otro de aspecto igualmente pobre, llamaba la atención tirándose por el
suelo para pedir limosna, y un tercero de apariencia de ser muy rico, enviaba a
dos de sus sirvientes para que los atendiera en lo que necesitaran. Tan a gusto
estuvo el príncipe allí, que al marchar decidió regalarles todo el oro que le
habían entregado los agradecidos Maxiatos. Al oírlo, corrieron junto al
príncipe el hombre pobre, el mendigo alborotador y el rico cada uno reclamando
su parte.
- ¿Cómo las
repartirás? – preguntó el sabio- los tres son diferentes, y parece que de ellos
quien más oro gasta es el hombre rico.
El príncipe dudó.
Era claro lo que decía el sabio: El hombre rico tenia que mantener a sus
sirvientes, era quien más oro gastaba, y quien mejor les había atendido. Pero
el príncipe empezaba a desarrollar el sentido de la justicia, y había algo que
le decía que su anterior conclusión sobre lo que era justo no era completa.
Finalmente, el
príncipe tomó las monedas e hizo tres montones: uno muy grande, otro mediano, y
el último más pequeño, y se lo entregó por ese orden al hombre pobre, al rico,
y al mendigo. Y despidiéndose, marchó con el sabio camino de palacio. Caminaron
en silencio y al acabar el viaje, junto a la puerta principal, el sabio
preguntó:
-Dime, joven
príncipe ¿Qué es entonces para ti la justicia?
-Para mí, ser justo
es repartir las cosas, teniendo en cuenta las necesidades, pero también los
méritos de cada uno.
¿Por eso le diste el
montón más pequeño al mendigo alborotador? - preguntó el sabio satisfecho.
-Por eso fue. El
montón grande se lo di al hombre pobre que también nos sirvió: en él se daban a
un mismo tiempo la necesidad y el mérito, pues siendo pobre se esforzó en
tratarnos bien. El mediano fue para el hombre rico, puesto que, aunque nos
atendió de maravilla, realmente no tenía gran necesidad, también era justo. Y
el pequeño fue para el mendigo alborotador porque no hizo nada digno de ser
recompensado, pero por su gran necesidad, también era justo que tuviera algo
para poder vivir.- terminó de explicar el príncipe.
-Creo que llegaras a
ser un gran rey, príncipe Lapio concluyó el anciano sabio dándole un abrazo.
Y no se equivocó.
Desde aquel momento el príncipe se hizo famoso en todo el reino por su justicia
y sabiduría, y todos celebraron su subida al trono algunos años después. Y así
fue como el rey Lapio llegó a ser recordado como el mejor gobernante que nunca
tuvo aquel reino.
Pedro Pablo
Sacristán
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