El
comerciante sin suerte
Había una vez un
comerciante que después de unos malos negocios, se lamentaba de su mala suerte.
Un viajero que pasaba por allí le pregunto qué le apenaba, y al oír que era un
hombre con muy mala suerte, abrió el saco que llevaba y sacó un extraño
artilugio, formado por dos vasos de cristal unidos por la mitad, decorados con
extraños dibujos, uno verde y otro rojo, en cada uno de ellos había unas raras
semillas del mismo color que su vaso.
-Pues precisamente
has tenido mucha suerte en encontrarme – dijo el hombre-. Esto es justo lo que
necesitas unas vasijas de la suerte.
Y ante el asombro
del mercader, le explicó que aquellas semillas eran las semillas de la suerte;
las de la buena suerte, las verdes y las de la mala suerte, las rojas. Nunca
podían separarse las vasijas, y cuando algunas de ellas se llenaba, provocaba
múltiples de sucesos de buena o mala suerte. Según se hubieran desbordado unas
semillas u otras.
El comerciante
ilusionado, agradeció el regalo, sin llegar apenas a escuchar las últimas
palabras del viajero, advirtiéndole lo difícil que eran utilizar aquellas
vasijas. Esperanzado examinó con cuidado las semillas verdes, las de la buena
suerte. Aun que no le eran familiares, estaba seguro de poder encontrar a
alguien a quien comprarle varias vasijas, así que cubrió la boca del tarro con
sumo cuidado, evitando que se pueda caer por descuido. Luego miró las semillas
rojas, y pensó que la forma más segura de evitar que se llenara el vaso rojo
era vaciarlo allí mismo; así lo hizo y siguió su camino. Poco después, se cruzó
una mujer que al ver sus vasijas debió reconocerlas, porque corrió a pedirle un
buen puñado de semillas. El comerciante se negó rotundamente y la mujer se fue
maldiciendo entre dientes. “Qué quieres que haga”, pensó apesadumbrado, “no
puedo pensar en renunciar a mi buena suerte”, y siguió su camino, donde volvió
a tener encuentros similares.
Según pasaba el
tiempo, el comerciante descubrió que el vaso rojo se llenaba solo. Le pareció
más o menos lógico, porque sino las vasijas no tendrían mucha gracia, a sí que
cada poco tiempo se paraba a vaciarlo y seguía su camino.
Pero llegó un
momento que el vaso se llenaba tan rápido, que casi no podía vaciarlo y
finalmente se desbordó.
“Buena la he hecho”,
pensó el mercader, “lo último que me faltaba es otro montón de mala suerte”.
Entonces miró a lo largo del camino, y vio que las semillas que había ido
arrojando se habían convertido en plantas malignas que acabaron con los
sembrados y los pastos de toda la semana. Los aldeanos del lugar al verlo
buscaron enfurecidos al culpable, y el mercader casi había conseguido librarse
cuando la mujer con la que no compartió sus semillas verdes le delató, y el
hombre huyó corriendo del pueblo entre golpes y porrazos.
Ese fue solo el
comienzo de una multitud de desgracias que le toco vivir al mercader. Realmente,
las vasijas tenían mucho poder y todo se volvió en su contra. En solo 3 días
trató de librarse de las vasijas cien veces, per como aquello no terminó con su
mala suerte, tuvo que volver por ellas y buscar la forma de llenar la vasija
verde, y no dejar caer ni una sola semilla roja más. Así que cambió la tapa del
tarro verde al rojo, para descubrir con horror que la mayor parte de las
semillas verdes habían desaparecido…
Y mientras lamentaba
su mala fortuna, se detuvo a mirar los dibujos de las vasijas. Eran como unas
instrucciones, en las que siempre se veía el vaso rojo cerrado y el verde
totalmente abierto, y parecía que cualquiera podía tomar cuantas semillas
verdes quisiera.
Decidió seguir su
viaje de esa forma, y al encontrarse con un hombre que le pidió algunas de sus
semillas, esta vez le dejó servirse libremente. Y su suerte cambió, porque en
ese instante aparecieron los aldeanos que aún le perseguían, pero su nuevo
amigo le ayudó a escapar, y les dirigió en dirección contraria. Cosas parecidas
volvieron a ocurrir con muchos oros que encontró en el camino, hasta que el
comerciante comprobó que, en lugar de vaciarse, cada vez que regalaba las
semillas verdes el vaso se llenaba más, hasta que, tras ofrecer semillas a todo
el mundo, el vaso llegó a desbordarse.
Y efectivamente, la
buena suerte se quedó con él y llegó a ocurrirle cosas maravillosas; uno de
aquellos a quienes había ayudado resultó ser un hombre muy rico, que agradecido
le lleno de lujos y regalos; otros le consideraron tan bueno que lo propusieron
para alcalde y así una y otra vez.
Algún tiempo después
el mercader se cruzó con aquel viajero que le entregó las vasijas. Después de
saludarle, le contó todas sus aventuras y le dio miles de gracias. Pero antes
de despedirse le preguntó:
- ¿Por qué me diste
las vasijas de la suerte? ¿Es que ya no querías tener buena suerte?
Y el hombre, riendo
con fuerza, respondió:
- ¡No me digas que
aún las tienes!¡Pero si no hacen falta para nada!...la magia de las vasijas es
muy tonta: sólo hace crecer o disminuir unas estúpidas semillas venenosas y
comestibles, per no tiene ningún efecto sobre la suerte, he oído que las
inventó un aprendiz de brujo muy torpe.
- ¡¿Cómo?!-exclamó
el mercader.
-Claro que no. Creo
que fue un viejo maestro quien las encontró y se dio cuenta de que serían
geniales para enseñar a usar la suerte: guárdate lo malo para ti, y comparte lo
bueno con los demás. Y en verdad que es la única forma de atraer la buena
suerte y evitar la mala, ¡y vaya si funciona!... Cuando repartiste tu mala
suerte, tratando de conservar para ti la buena, te aseguraste de que nadie compartiera
las cosas buenas contigo, sólo las malas. Las semillas no tuvieron nada que ver
en eso, fueron tus obras. ¿Lo entiendes ahora?
¡Vaya si lo había entendido!
Y mientras el viajero se alejaba del mercader, con las vasijas en la mano, miró
a los habitantes del pueblo, buscando entre todos ellos quién más necesitaría a
utilizar la buena suerte.
Pedro Pablo Sacristán
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