viernes, 1 de abril de 2022


El comerciante sin suerte

Había una vez un comerciante que después de unos malos negocios, se lamentaba de su mala suerte. Un viajero que pasaba por allí le pregunto qué le apenaba, y al oír que era un hombre con muy mala suerte, abrió el saco que llevaba y sacó un extraño artilugio, formado por dos vasos de cristal unidos por la mitad, decorados con extraños dibujos, uno verde y otro rojo, en cada uno de ellos había unas raras semillas del mismo color que su vaso.

-Pues precisamente has tenido mucha suerte en encontrarme – dijo el hombre-. Esto es justo lo que necesitas unas vasijas de la suerte.

Y ante el asombro del mercader, le explicó que aquellas semillas eran las semillas de la suerte; las de la buena suerte, las verdes y las de la mala suerte, las rojas. Nunca podían separarse las vasijas, y cuando algunas de ellas se llenaba, provocaba múltiples de sucesos de buena o mala suerte. Según se hubieran desbordado unas semillas u otras.

El comerciante ilusionado, agradeció el regalo, sin llegar apenas a escuchar las últimas palabras del viajero, advirtiéndole lo difícil que eran utilizar aquellas vasijas. Esperanzado examinó con cuidado las semillas verdes, las de la buena suerte. Aun que no le eran familiares, estaba seguro de poder encontrar a alguien a quien comprarle varias vasijas, así que cubrió la boca del tarro con sumo cuidado, evitando que se pueda caer por descuido. Luego miró las semillas rojas, y pensó que la forma más segura de evitar que se llenara el vaso rojo era vaciarlo allí mismo; así lo hizo y siguió su camino. Poco después, se cruzó una mujer que al ver sus vasijas debió reconocerlas, porque corrió a pedirle un buen puñado de semillas. El comerciante se negó rotundamente y la mujer se fue maldiciendo entre dientes. “Qué quieres que haga”, pensó apesadumbrado, “no puedo pensar en renunciar a mi buena suerte”, y siguió su camino, donde volvió a tener encuentros similares.

Según pasaba el tiempo, el comerciante descubrió que el vaso rojo se llenaba solo. Le pareció más o menos lógico, porque sino las vasijas no tendrían mucha gracia, a sí que cada poco tiempo se paraba a vaciarlo y seguía su camino.

Pero llegó un momento que el vaso se llenaba tan rápido, que casi no podía vaciarlo y finalmente se desbordó.

“Buena la he hecho”, pensó el mercader, “lo último que me faltaba es otro montón de mala suerte”. Entonces miró a lo largo del camino, y vio que las semillas que había ido arrojando se habían convertido en plantas malignas que acabaron con los sembrados y los pastos de toda la semana. Los aldeanos del lugar al verlo buscaron enfurecidos al culpable, y el mercader casi había conseguido librarse cuando la mujer con la que no compartió sus semillas verdes le delató, y el hombre huyó corriendo del pueblo entre golpes y porrazos.

Ese fue solo el comienzo de una multitud de desgracias que le toco vivir al mercader. Realmente, las vasijas tenían mucho poder y todo se volvió en su contra. En solo 3 días trató de librarse de las vasijas cien veces, per como aquello no terminó con su mala suerte, tuvo que volver por ellas y buscar la forma de llenar la vasija verde, y no dejar caer ni una sola semilla roja más. Así que cambió la tapa del tarro verde al rojo, para descubrir con horror que la mayor parte de las semillas verdes habían desaparecido…

Y mientras lamentaba su mala fortuna, se detuvo a mirar los dibujos de las vasijas. Eran como unas instrucciones, en las que siempre se veía el vaso rojo cerrado y el verde totalmente abierto, y parecía que cualquiera podía tomar cuantas semillas verdes quisiera.

Decidió seguir su viaje de esa forma, y al encontrarse con un hombre que le pidió algunas de sus semillas, esta vez le dejó servirse libremente. Y su suerte cambió, porque en ese instante aparecieron los aldeanos que aún le perseguían, pero su nuevo amigo le ayudó a escapar, y les dirigió en dirección contraria. Cosas parecidas volvieron a ocurrir con muchos oros que encontró en el camino, hasta que el comerciante comprobó que, en lugar de vaciarse, cada vez que regalaba las semillas verdes el vaso se llenaba más, hasta que, tras ofrecer semillas a todo el mundo, el vaso llegó a desbordarse.

Y efectivamente, la buena suerte se quedó con él y llegó a ocurrirle cosas maravillosas; uno de aquellos a quienes había ayudado resultó ser un hombre muy rico, que agradecido le lleno de lujos y regalos; otros le consideraron tan bueno que lo propusieron para alcalde y así una y otra vez.

Algún tiempo después el mercader se cruzó con aquel viajero que le entregó las vasijas. Después de saludarle, le contó todas sus aventuras y le dio miles de gracias. Pero antes de despedirse le preguntó:

- ¿Por qué me diste las vasijas de la suerte? ¿Es que ya no querías tener buena suerte?

Y el hombre, riendo con fuerza, respondió:

- ¡No me digas que aún las tienes!¡Pero si no hacen falta para nada!...la magia de las vasijas es muy tonta: sólo hace crecer o disminuir unas estúpidas semillas venenosas y comestibles, per no tiene ningún efecto sobre la suerte, he oído que las inventó un aprendiz de brujo muy torpe.

- ¡¿Cómo?!-exclamó el mercader.

-Claro que no. Creo que fue un viejo maestro quien las encontró y se dio cuenta de que serían geniales para enseñar a usar la suerte: guárdate lo malo para ti, y comparte lo bueno con los demás. Y en verdad que es la única forma de atraer la buena suerte y evitar la mala, ¡y vaya si funciona!... Cuando repartiste tu mala suerte, tratando de conservar para ti la buena, te aseguraste de que nadie compartiera las cosas buenas contigo, sólo las malas. Las semillas no tuvieron nada que ver en eso, fueron tus obras. ¿Lo entiendes ahora?

¡Vaya si lo había entendido! Y mientras el viajero se alejaba del mercader, con las vasijas en la mano, miró a los habitantes del pueblo, buscando entre todos ellos quién más necesitaría a utilizar la buena suerte.

Pedro Pablo Sacristán 

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